CUAUHTÉMOC Y EL AZTEQUISMO
PRESENTACIÓN
El
texto que vamos a presentar ha sido
tomado del capítulo décimo correspondiente a la obra titulada:
“Doctrina de la
Hispanidad Americana”
José Ignacio Vasconcelos Miranda
CUAUHTÉMOC
Y EL AZTEQUISMO.
Los indios de mayor
relieve del México independiente son Cuauhtémoc y Juárez, como Doña Marina
(Malintzin) y Juan Diego lo fueron del México virreinal.
Tomados como indios de
pura sangre, Cuauhtémoc y Juárez
resultan ajenos entre sí: uno azteca, el otro zapoteca; uno exponente de la
cultura mexica o meshica, el otro
representativo de la cultura moderna mexicana. Escasamente encuentran un
denominador común en la designación genérica de indio, mucho menos clara que la
de europeo aplicada a las razas caucásicas que pueblan el viejo continente.
Razas que además de mostrar rasgos físicos semejantes, se expresan en idiomas
relacionados por derivar todos de una sola familia lingüística, la indoeuropea,
al tiempo que sus culturas son fruto de
la misma síntesis greco-latina-cristiana. Las razas mesoamericanas se valen en
cambio de idiomas sin vínculo común, por derivar, no de una, sino de un número
indefinido de familias lingüísticas, en tanto que sus culturas, aun siendo
fruto de la misma civilización, distan mucho de estar relacionadas, como no sea
en términos formales o de equivalencias evolutivas, sin que ninguna de ellas
sintetice a las demás.
Cuauhtémoc
es
la figura más emotiva de la estirpe mexica o meshica sin que por ello se libre
del pecado original de ser azteca. Así su calidad de príncipe le impone ciertas
obligaciones de carácter sacerdotal, entre otras la de participar en forma
prominente en los sacrificios humanos para dar relieve a las grandes ocasiones.
Es de desear que por haber muerto joven, no haya tenido que desventrar (sic)
prisioneros de guerra, arrancándoles el corazón con las manos para ofrecerlo
palpitante a Huitzilopochtli, como lo hicieron los demás príncipes y reyes de
su linaje. Su gallarda figura de guerrero quedaría disminuida con solo
imaginarlo en estos y en otros menesteres del ritual azteca. (1)
(1)
El gentilicio azteca es la
contracción de aztlanteca, pueblo indoamericano supuestamente originario del
mítico país de Aztlán o tal vez Atlán, isla remota de localización
indeterminada. Los nativos de la capital
Meshico-Tenochtitlan nunca
usaron este nombre para designarse ellos mismos.Cuando los conquistadores
españoles se encontraron con los enviados de Moctezuma y les preguntaban
quiénes eran, o de dónde venían, y les respondían “Culhúa”.
La
denominación “azteca” es de
costumbre tardía, la comenzaron a usar algunos historiadores de la época
virreinal. El cronista Bernal Díaz del Castillo en su “Historia verdadera de la
Conquista de la Nueva España”, nombra a
los nativos de la capital, con el gentilicio hispano, mexicano pronunciado “meshicano”,
cuando nuestra letra española “x” tenía el sonido “sh”: Luis Ozden
Por otro lado, su
coraje en la defensa de su capital Tenochtitlán, hace de él un héroe; su
estoicismo y dignidad en el martirio y cautiverio, un mártir,
Con fría indiferencia
observa el mundo nuevo que genera la conquista. En su calidad de prisionero de
guerra, acompañado y vigilado, recorre a caballo el Valle de Anáhuac, viendo
cómo de meshica se va tornando mexicano. Al surgir la ciudad de México de las
ruinas de Tenochtitlán, al trastocarse los villorrios de las márgenes del lago,
de eslabones del poder azteca en focos de difusión de la nueva Fe, en los
cuales el centro de la vida religiosa, social y cultural es el templo cristiano
recién erigido, en sustitución de la antigua pirámide.
Cuauhtémoc
es testigo de la actividad febril en la que forman un todo armónico y
jerarquizado: conquistadores, frailes e indios sumisos por millares, y nuevos
aliados. Ambiente propicio para el milagro, ocurrencia de cada día cuando el
apetito por lo sobrenatural del nativo se desfoga por primera vez, en un credo
diáfano, en el cual el Sermón de la Montaña es quinta esencia de la verdad
revelada. Religiosidad del nativo que viene a ser el camino que conduce a su
total asimilación espiritual.
Nativo que muestra su
calidad humana intrínseca, al entregarse sin reservas a la tutela de los que
predican con el ejemplo, un mensaje propio para desvalidos, para desamparados,
para conquistados. ¿Qué efecto producía todo esto en el alma juvenil y valiente
de Cuauhtémoc?, es cosa que no
aclara la historia. (2)
(2)
Hasta el siglo XXI no se ha encontrado algún documento escrito que certifique la conversión de Cuauhtémoc. Pero, por razón natural, el
Conquistador Hernán Cortés debió
haber pedido a fray Bartolomé de Olmedo
su bautismo, cosa que representa la pintura que hemos presentado como
encabezado de este texto. Solamente desde 1550 se comenzaron a escribir las fes
de bautismo en España y el Nuevo Mundo. Cuauhtémoc
permaneció bajo la supervisión directa de Cortés
tres años hasta su ahorcamiento por traicionar a su padrino, el 28 de
febrero de 1525 en Acalan Tabasco. Luis Ozden.
En
el texto del Ingeniero José Ignacio Vasconcelos
aparece una nota con el Num. 44 que dice lo siguiente: “El Padre Mariano Cuevas nos dice en la página 165 de su Historia de la
Nación Mexicana, que Cuauhtémoc y otros señores indios que lo acompañaban
fueron ajusticiados por órdenes de Cortés,
después de recibir los auxilios espirituales que les impartieron los capellanes
de las huestes castellanas”. Nunca se les hubiese dado los auxilios
espirituales sino hubiesen estado bautizados cristianos: Luis Ozden
EL
MITO DE CUAUHTÉMOC
Tres siglos después de
la muerte de Cuauhtémoc surge el mito sobre su persona, en el seno del Partido Liberal Mexicano masónico, de
inspiración poinsettiana. (3)
(3)
Adjetivo de Joel R. Poinsett, primer embajador enviado por el gobierno del
presidente James Monroe de USA.,
éste, autor de la voraz Doctrina Monroe:
“América para los americanos” en
perjuicio de los países iberoamericanos. Poinsett, de religión calvinista llegó
a México con mandato de crear una nueva ideología política mexicana de corte
indigenista, además de organizar las logias masónicas mexicanas, especialmente
el rito de York para enganchar a los
incautos, pérfidos o ambiciosos en el Partido Americano, después llamado
Liberal, que ha detentado el poder en México desde 1824 hasta el siglo XXI:
Luis Ozden.
El mito nace con el
primer gobierno republicano; se trata de un Cuauhtémoc defensor de una raza autóctona hipotética en un país imaginario.
País y raza que arbitrariamente se hace coincidir con México y sus múltiples
grupos étnicos, culturalmente incompatibles, imponiendo con igual
irresponsabilidad el nombre de azteca
al conjunto. Producto todo ello no tanto de la ignorancia de la realidad
histórica precortesiana, como del propósito, apenas velado, de presentarnos lo azteca como propio y lo hispánico como ajeno. No obstante la
absoluta escasez de valores culturales meshicas en el ámbito del México
independiente.
Para los fines anteriores,
nada se presta mejor que el héroe-mártir que fue Cuauhtémoc, piedra angular de un nacionalismo explosivo, que hace
suya la tesis disolvente de la reivindicación de lo indígena, en menoscabo de
lo hispánico. Nacionalismo contradictorio en sus postulados, que vomita lo
español en IDIOMA ESPAÑOL, y pretende ignorar lo católico en tierra de
católicos además de empeñarse en llamar azteca a lo mexicano.
Cuauhtémoc
representa holgadamente a ese México
falsificado por el Partido Liberal, hecho a la medida para que lo
sintetice un extraño a su Fe, a su lengua y a su cultura.
La confusión que
siembra entre nosotros el aztequismo,
nos impone la necesidad de aclarar el origen del nombre dado por España a
nuestra patria y puntualizar la discontinuidad que exhibe respecto al mundo
mesoamericano que la precede.
Al integrar los
españoles a las distintas naciones del ámbito civilizado mesoamericano en el
reino de la Nueva España, empiezan
por llamar México al reino mismo y mexicano al nativo, como pudieron haberlo
llamado mixteca, totonaca, maya, etc.; a pesar de conocer los propios
conquistadores, mejor que nadie, las diferencias étnicas, lingüísticas y
culturales de las naciones aborígenes, o quizá por ello mismo, ya que a esta
amplificación los lleva no necesariamente el desdén por las modalidades culturales americanas, sino más bien
consideraciones de orden práctico.
En efecto, al
confrontarse día a día, los nativos sujetos a una acelerada asimilación a la
cultura hispánica, resultaba intrascendente su origen étnico: en cambio, la
acción unificadora del proceso de cristianización y castellanización, generaba
denominadores comunes con los cuales la designación nueva adquiría la
universalidad necesaria para que pudiera aplicarse, no solo al indio asimilado,
sino al mestizo y al criollo, como hasta la fecha. Si el nombre de mexicano se aplica al principio,
indistintamente al indio asimilado o no, en el uso posterior pasa a ser
sinónimo de neo español y no del meshica, ya que su derivación etimológica de
un vocablo náhuatl es circunstancial. Vocablo que por otra parte ha designado
limitadamente a los hijos de Huitzilopochtli,
antes y después de la Conquista.
En cuanto a la
discontinuidad entre el país que empieza a llamarse México y la Mesoamérica
precolombina, tanto la historia como la realidad social de nuestro país la
confirman. Basta considerar la limitada correlación entre el mundo maya y el
totonaca, o el abismo entre estos dos y el mundo del Anáhuac de los días de la conquista, para preguntarse: si hubo un México precortesiano.
¿A cuál de las dos, tres o más naciones
independientes que pueden señalarse en cada era arqueológica, es a la que nos
referimos?
Para
los indigenistas, el conjunto de esas naciones
mesoamericanas constituye el México precolombino, ya que, nos dicen, “se trata de facetas diversas de una misma
civilización”. Argumento que no resiste el análisis más elemental, puesto
que para constituir una misma nación se
requeriría que fueran cuando menos facetas de una misma cultura y no de una
misma civilización.
Los
pueblos de la América Española constituyen espiritualmente una sola nación por
ser facetas más o menos diferenciadas de un combinado en el que predomina: una
sola Fe, una sola lengua, una sola cultura.
En cambio, Hispanoamérica y los Estados Unidos del
Norte no se pueden asociar en una misma entidad nacional, porque son
exponentes, no de una misma cultura, sino de una misma civilización: la Occidental.
Esto, a pesar de que se
trate de la civilización de mayor cohesión de cuantas hayan existido; pero lo occidental no admite parangón con
lo autóctono americano.
Tomemos por ejemplo que
se aproxime más a la escala cultural de la América precolombina: en la era
heroica del Mediterráneo Oriental, 1500 al 1000 A.C., Grecia e Israel son
manifestaciones de una misma civilización, la que genera el Oriente Próximo a
partir de Súmer, sin que ello se presenten caracteres comunes que permitan
asociarlas a una unidad nacional. La Grecia pagana y la Caná bíblica, una
europea y otra oriental florecen en los mismos siglos en el mismo ámbito
mediterráneo, en comunicación recíproca y sujetas a la influencia, aún viva,
del mundo cuneiforme que las precede, por lo cual la gesta helénica centrada en
la guerra de Troya y el texto bíblico polarizado en la reconquista de la tierra
prometida, muestran la herencia de la historia y la leyenda de Súmer. (4)
(4)
Tanto la Biblia como los Cantos Homéricos muestran la herencia común de la
Historia y la leyenda del mundo mesopotámico. Ver Cyrus Gordon, “Before the
Bible”. J.I. Vasconcelos
Sin embargo, la Grecia
de Agamenón, de Aquiles, de Elena y Odiseo, o el Israel de Éxodo, de David y
Salomón, no se equivalen ni se justifican mutuamente, a pesar de ser facetas de
una misma civilización. Tienen que transcurrir mil años, para que Grecia
explique a Roma, y todavía mil años más para que el mensaje bíblico justifique
a la Europa gótica. En ambos casos se trata de procesos de síntesis de carácter
paneuropeo: el grecorromano y el cristiano, sin los cuales no hubiera habido
jamás correspondencia entre culturas independientes que por milenios fueron
facetas de una misma civilización.
En forma análoga, no
puede hablarse de antecedencia mesoamericana para el México virreinal o el
independiente, cuando se estaba tan lejos de una síntesis de los valores
intelectuales en los ámbitos de la alta cultura americana. La simple
correspondencia de las etapas evolutivas determina en gran medida la unidad
formal de las manifestaciones plásticas, la coincidencia en las formas de gobierno,
la semejanza en las técnicas artesanales, etc., factores impersonales que no
nos permiten conciliar o resumir los genios nacionales de pueblos que difieren
en raza, lengua y cultura.
Un proceso de síntesis
pan-andino tenía poco de haberse iniciado en los Andes centrales, en el
extraordinario ensayo del “Tihuantinsuyo”.
Proceso que interrumpe la Conquista cuando empezaba a dar los primeros frutos.
En Mesoamérica, en
cambio, no se había dado el primer paso hacia la síntesis universal de las culturas
componentes. El poder azteca daba más la impresión de estar al borde del aborto
que del parto de un primer fruto mesoamericano. Cuando el “Tihuantinsuyo” garantizaba la “Pax
incaica”, el poder azteca imponía el “Bellum Aeternum” exigido por Huitzilopochtli
y demás dioses mexicas o meshicas.
Para el inca la meta
suprema del Estado era la providencia universal lograda a través de la
reglamentación del trabajo del hombre y la utilización racional de los recursos
naturales; ambas cosas planeadas a escala pan-andina.
Para los aztecas, el
cometido primordial de su imperio era el de alimentar al sol con la sangre
humana, valiéndose de una maquinaria religiosa creada para infundir terror y
tergiversar la escala de valores espirituales, al dar sentido místico al
canibalismo ritual, al desollar a las víctimas humanas para vestir sus pieles,
al arrancar corazones palpitantes para ofrecerlos al dios sol, al ahogar,
enterrar vivos o exponer a la intemperie y la muerte a decenas de niños y
adultos, mes con mes, año con año, etc. Todo esto al ritmo ascendente que
imponían los éxitos crecientes del “flamante
imperio”. Extraño intento de síntesis a lo azteca, que se ve interrumpido
en Mesoamérica misma bajo la dirección de Hernán
Cortés, al tiempo que se consuma la Conquista.
Tomar a Cuauhtémoc y lo azteca como representativo de México y lo mexicano, es simplemente
contrario a toda evidencia histórica. Si la cultura azteca no logró en su día
sintetizar lo mesoamericano, menos puede
simbolizar al México contemporáneo.
Por otra parte, negar que Hernán Cortés sea el escudo y
el emblema del México naciente del siglo XVI, junto con Juan Diego, Doña Marina, el
Obispo Juan de Zumárraga, Fray Pedro de Gante y los 12 primeros franciscanos,
es cerrar los ojos a la Historia. A Hernán
Cortés se debe la llegada de los evangelizadores franciscanos, la erección
de la ciudad de México, la
consolidación del Reino de la Nueva
España, pero ante todo, es instrumento para que México adquiriera sus
caracteres esenciales: su Catolicidad y su Hispanidad. Caracteres
ante los cuales lo mucho o lo poco que sobreviva de lo indígena, queda relegado
a la categoría de vehículo para expresar en forma “sui generis” esa catolicidad
y esa hispanidad. Ni más ni menos.
En el sitio de la gran
Tenochtitlán, el genio político y militar de Hernán Cortés logra por primera vez la cooperación universal del nativo en
una empresa común: la destrucción del
poder azteca.
Cabe
entonces preguntarse, en esa acción militar, ¿Quiénes representaban a
Mesoamérica? ¿Los aztecas, perdido ya su imperio, luchando por la supervivencia
tribal, o la coalición de los pueblos mesoamericanos atacantes?
Cabe preguntarse
igualmente, en términos de lo que es el México independiente, ¿En cuál de los
bandos podemos identificar a los que nos representan indirectamente? ¿En el de
los sitiados, que luchan porque no se den la circunstancias que permitan el
nacimiento de México, o en el de los sitiadores que lo auspician? Aun cuando ni
unos ni otros así lo entendían, salvo, claro está, Hernán Cortés, único que
vislumbrara cómo de los escombros de Tenochtitlán surgiría no solo una nueva
ciudad, sino un nuevo país, católico e hispánico.
De acuerdo con lo
anterior, Cuauhtémoc es el símbolo
perfecto de la lucha de lo azteca por lo azteca, no por Mesoamérica que se le
opone, mucho menos, por México que aún no existía.
Descontando la
oposición azteca, valerosa y resuelta, las demás castas aristocráticas indígenas se alían al
conquistador hispano, sin lo cual Cortés y sus capitanes no hubieran logrado
subyugar a millones de nativos, a pesar de las armas de fuego, de los caballos
y de la táctica europea para la lucha. La alianza con las fuerzas armadas
indígenas dio solidaridad a la Conquista aún antes de que la Fe y cultura de
Occidente le dieran estabilidad. (5)
(5)
En el Perú, donde los indígenas se defendieron con mucho menor hidalguía que
los aztecas, el bajo pueblo inca opuso una resistencia cerrada a los
conquistadores y a su descendencia, la penetración de lo europeo fue menor y
solamente circunscrita a las ciudades, sin afectar al campo, de allí que hasta
la fecha no se haya logrado bien a bien, la castellanización de ese pueblo. José Ignacio Vasconcelos Miranda.
Ante el trasfondo de
nuestra historia, no es Cuauhtémoc el héroe indígena que se inserta en la realidad
social mexicana, son más bien: Xicoténcatl
el viejo, y los otros tres senadores
de la república de Tlaxcala. Debido
a que Cuauhtémoc se opuso al nacimiento
de México, mientras que los senadores tlaxcaltecas cooperaron a que México
fuera. Opuestas actitudes que han trascendido los siglos. Así los tlaxcaltecas
contribuyeron posteriormente a poblar las regiones más apartadas de la Nueva España. 6)
(6)
También un escuadrón tlaxcalteca acompañó a Pedro de Alvarado para intentar la
conquista del Ecuador. Y fueron
numerosos los tlaxcaltecas que acompañaron a los exploradores españoles en la
conquista y viajes posteriores a las
Islas Filipinas. Así como a la conquista del Nuevo México y del Colorado. Luis
Ozden.
En cada una de las
avanzadas de nuestra cultura hacia el norte de los Valles Centrales: En San
Luis Potosí, Saltillo, Monterrey, Aguascalientes, Zacatecas, etc. se constituyó
un barrio tlaxcalteca, pie veterano de la implantación de la Hispanidad.
Testimonio fehaciente de la postura pro-castellana (léase pro-mexicana) de
Xicoténcatl el viejo, Citlalpopoca, Mashicatzin, Tlehuexolotzin y otros señores
tlaxcaltecas, quienes solicitaron el bautismo como señal inequívoca de su
aceptación espontánea del cristianismo. Precisamente después de la huida y
desbarato de la hueste castellano-tlaxcalteca de junio de 1520, los caciques
tlaxcaltecas demostraron extrema actitud de lealtad a Hernán Cortés y a España, que su raza supo honrar.
Como contrapartida, en
toda manifestación anticatólica y antiespañola del México contemporáneo por parte de los grupos minoritarios liberales campeones de ideologías exóticas,
como los masones que acabaron por
dominar el escenario político de nuestro siglo
XIX, o de los ateo-socialistas monopolizadores del poder político en
nuestro siglo XX, aflora el “aztequismo”, usurpando los valores
nacionales a los que imprime un sentido sectario, demagógico, antimexicano.
Reliquia de la actitud negativa de Cuauhtémoc
y su raza, respecto a la Conquista y Cristianización de Mesoamérica.
Si recordamos con
gratitud a los senadores tlaxcaltecas, cuanta mayor será nuestra devoción por
la princesa chontal Malintzin, Doña
Marina para los castellanos. Traicionada por su familia y vendida como esclava a comerciantes mayas. Después de
su bautismo, se convierte posteriormente en la valiosa “lengua” de Hernán Cortés, y a la hora del triunfo de éste, en
benefactora de parientes malhechores, a los que perdona y busca para proteger.
A parte de María Santísima en su advocación
guadalupana; ninguna otra figura femenina ha contribuido tanto a la
consolidación de México.
JOSÉ
IGNACIO VASCONCELOS MIRANDA.
“Doctrina de la Hispanidad Americana”; José Ignacio
Vasconcelos. México D.F. 2004.
Anotaciones de Luis Ozden. 2014.