martes, 12 de junio de 2018

CUAUHTÉMOC Y EL AZTEQUISMO


CUAUHTÉMOC  Y EL AZTEQUISMO


PRESENTACIÓN
El texto  que vamos a presentar ha sido tomado del capítulo décimo correspondiente a la obra titulada:
“Doctrina de la Hispanidad Americana”
 José Ignacio Vasconcelos Miranda

CUAUHTÉMOC Y EL AZTEQUISMO.

Los indios de mayor relieve del México independiente son Cuauhtémoc y Juárez, como Doña Marina (Malintzin) y Juan Diego lo fueron del México virreinal.
Tomados como indios de pura sangre, Cuauhtémoc y Juárez resultan ajenos entre sí: uno azteca, el otro zapoteca; uno exponente de la cultura mexica o  meshica, el otro representativo de la cultura moderna mexicana. Escasamente encuentran un denominador común en la designación genérica de indio, mucho menos clara que la de europeo aplicada a las razas caucásicas que pueblan el viejo continente. Razas que además de mostrar rasgos físicos semejantes, se expresan en idiomas relacionados por derivar todos de una sola familia lingüística, la indoeuropea, al tiempo que  sus culturas son fruto de la misma síntesis greco-latina-cristiana. Las razas mesoamericanas se valen en cambio de idiomas sin vínculo común, por derivar, no de una, sino de un número indefinido de familias lingüísticas, en tanto que sus culturas, aun siendo fruto de la misma civilización, distan mucho de estar relacionadas, como no sea en términos formales o de equivalencias evolutivas, sin que ninguna de ellas sintetice a las demás.
Cuauhtémoc es la figura más emotiva de la estirpe mexica o meshica sin que por ello se libre del pecado original de ser azteca. Así su calidad de príncipe le impone ciertas obligaciones de carácter sacerdotal, entre otras la de participar en forma prominente en los sacrificios humanos para dar relieve a las grandes ocasiones. Es de desear que por haber muerto joven, no haya tenido que desventrar (sic) prisioneros de guerra, arrancándoles el corazón con las manos para ofrecerlo palpitante a Huitzilopochtli, como lo hicieron los demás príncipes y reyes de su linaje. Su gallarda figura de guerrero quedaría disminuida con solo imaginarlo en estos y en otros menesteres del ritual azteca. (1)
(1) El gentilicio azteca es la contracción de aztlanteca, pueblo indoamericano supuestamente originario del mítico país de Aztlán o tal vez Atlán, isla remota de localización indeterminada. Los nativos de la capital Meshico-Tenochtitlan nunca usaron este nombre para designarse ellos mismos.Cuando los conquistadores españoles se encontraron con los enviados de Moctezuma y les preguntaban quiénes eran, o de dónde venían, y les respondían “Culhúa”.

La denominación “azteca” es de costumbre tardía, la comenzaron a usar algunos historiadores de la época virreinal. El cronista Bernal Díaz del Castillo en su “Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España”,  nombra a los nativos de la capital, con el gentilicio hispano, mexicano  pronunciado “meshicano”, cuando nuestra letra española “x” tenía el sonido “sh”: Luis Ozden
Por otro lado, su coraje en la defensa de su capital Tenochtitlán, hace de él un héroe; su estoicismo y dignidad en el martirio y cautiverio, un mártir,
Con fría indiferencia observa el mundo nuevo que genera la conquista. En su calidad de prisionero de guerra, acompañado y vigilado, recorre a caballo el Valle de Anáhuac, viendo cómo de meshica se va tornando mexicano. Al surgir la ciudad de México de las ruinas de Tenochtitlán, al trastocarse los villorrios de las márgenes del lago, de eslabones del poder azteca en focos de difusión de la nueva Fe, en los cuales el centro de la vida religiosa, social y cultural es el templo cristiano recién erigido, en sustitución de la antigua pirámide.
Cuauhtémoc es testigo de la actividad febril en la que forman un todo armónico y jerarquizado: conquistadores, frailes e indios sumisos por millares, y nuevos aliados. Ambiente propicio para el milagro, ocurrencia de cada día cuando el apetito por lo sobrenatural del nativo se desfoga por primera vez, en un credo diáfano, en el cual el Sermón de la Montaña es quinta esencia de la verdad revelada. Religiosidad del nativo que viene a ser el camino que conduce a su total asimilación espiritual.
Nativo que muestra su calidad humana intrínseca, al entregarse sin reservas a la tutela de los que predican con el ejemplo, un mensaje propio para desvalidos, para desamparados, para conquistados. ¿Qué efecto producía todo esto en el alma juvenil y valiente de Cuauhtémoc?, es cosa que no aclara la historia. (2)
(2) Hasta el siglo XXI no se ha encontrado algún documento escrito  que certifique la conversión de Cuauhtémoc. Pero, por razón natural, el Conquistador Hernán Cortés debió haber pedido a fray Bartolomé de Olmedo su bautismo, cosa que representa la pintura que hemos presentado como encabezado de este texto. Solamente desde 1550 se comenzaron a escribir las fes de bautismo en España y el Nuevo Mundo. Cuauhtémoc permaneció bajo la supervisión directa de Cortés tres años hasta su ahorcamiento por traicionar a su padrino, el 28 de febrero de 1525 en Acalan Tabasco. Luis Ozden.


En el texto del Ingeniero  José Ignacio Vasconcelos aparece una nota con el Num. 44 que dice lo siguiente: “El Padre Mariano Cuevas nos dice en la página 165 de su Historia de la Nación Mexicana, que Cuauhtémoc y otros señores indios que lo acompañaban fueron ajusticiados por órdenes de Cortés, después de recibir los auxilios espirituales que les impartieron los capellanes de las huestes castellanas”. Nunca se les hubiese dado los auxilios espirituales sino hubiesen estado bautizados cristianos: Luis Ozden
EL MITO DE CUAUHTÉMOC
Tres siglos después de la muerte de Cuauhtémoc surge el mito sobre su persona, en el seno del Partido Liberal Mexicano masónico, de inspiración poinsettiana. (3)
(3) Adjetivo de Joel R. Poinsett, primer embajador enviado por el gobierno del presidente James Monroe de USA., éste, autor de la voraz Doctrina Monroe: “América para los americanos” en perjuicio de los países iberoamericanos. Poinsett, de religión calvinista llegó a México con mandato de crear una nueva ideología política mexicana de corte indigenista, además de organizar las logias masónicas mexicanas, especialmente el rito de York para enganchar a los incautos, pérfidos o ambiciosos en el Partido Americano, después llamado Liberal, que ha detentado el poder en México desde 1824 hasta el siglo XXI: Luis Ozden.
El mito nace con el primer gobierno republicano; se trata de un Cuauhtémoc defensor de una raza autóctona hipotética en un país imaginario. País y raza que arbitrariamente se hace coincidir con México y sus múltiples grupos étnicos, culturalmente incompatibles, imponiendo con igual irresponsabilidad el nombre de azteca al conjunto. Producto todo ello no tanto de la ignorancia de la realidad histórica precortesiana, como del propósito, apenas velado, de presentarnos lo azteca como propio y lo hispánico como ajeno. No obstante la absoluta escasez de valores culturales meshicas en el ámbito del México independiente.
Para los fines anteriores, nada se presta mejor que el héroe-mártir que fue Cuauhtémoc, piedra angular de un nacionalismo explosivo, que hace suya la tesis disolvente de la reivindicación de lo indígena, en menoscabo de lo hispánico. Nacionalismo contradictorio en sus postulados, que vomita lo español en IDIOMA ESPAÑOL, y pretende ignorar lo católico en tierra de católicos además de empeñarse en llamar azteca a lo mexicano.

Cuauhtémoc representa holgadamente a ese México falsificado por el Partido Liberal, hecho a la medida para que lo sintetice un extraño a su Fe, a su lengua y a su cultura.
La confusión que siembra entre nosotros el aztequismo, nos impone la necesidad de aclarar el origen del nombre dado por España a nuestra patria y puntualizar la discontinuidad que exhibe respecto al mundo mesoamericano que la precede.
Al integrar los españoles a las distintas naciones del ámbito civilizado mesoamericano en el reino de la Nueva España, empiezan por llamar México al reino mismo y mexicano al nativo, como pudieron haberlo llamado mixteca, totonaca, maya, etc.; a pesar de conocer los propios conquistadores, mejor que nadie, las diferencias étnicas, lingüísticas y culturales de las naciones aborígenes, o quizá por ello mismo, ya que a esta amplificación los lleva no necesariamente el desdén por las modalidades  culturales americanas, sino más bien consideraciones de orden práctico.
En efecto, al confrontarse día a día, los nativos sujetos a una acelerada asimilación a la cultura hispánica, resultaba intrascendente su origen étnico: en cambio, la acción unificadora del proceso de cristianización y castellanización, generaba denominadores comunes con los cuales la designación nueva adquiría la universalidad necesaria para que pudiera aplicarse, no solo al indio asimilado, sino al mestizo y al criollo, como hasta la fecha. Si el nombre de mexicano se aplica al principio, indistintamente al indio asimilado o no, en el uso posterior pasa a ser sinónimo de neo español y no del meshica, ya que su derivación etimológica de un vocablo náhuatl es circunstancial. Vocablo que por otra parte ha designado limitadamente a los hijos de Huitzilopochtli, antes y después de la Conquista.
En cuanto a la discontinuidad entre el país que empieza a llamarse México y la Mesoamérica precolombina, tanto la historia como la realidad social de nuestro país la confirman. Basta considerar la limitada correlación entre el mundo maya y el totonaca, o el abismo entre estos dos y el mundo del Anáhuac de los días de la conquista, para preguntarse: si hubo un México precortesiano.

 ¿A cuál de las dos, tres o más naciones independientes que pueden señalarse en cada era arqueológica, es a la que nos referimos?
Para los indigenistas, el conjunto de esas naciones mesoamericanas constituye el México precolombino, ya que, nos dicen, “se trata de facetas diversas de una misma civilización”. Argumento que no resiste el análisis más elemental, puesto que para constituir una misma nación se requeriría que fueran cuando menos facetas de una misma cultura y no de una misma civilización.
Los pueblos de la América Española constituyen espiritualmente una sola nación por ser facetas más o menos diferenciadas de un combinado en el que predomina: una sola Fe, una sola lengua, una sola cultura.
En cambio, Hispanoamérica y los Estados Unidos del Norte no se pueden asociar en una misma entidad nacional, porque son exponentes, no de una misma cultura, sino de una misma civilización: la Occidental.
Esto, a pesar de que se trate de la civilización de mayor cohesión de cuantas hayan existido; pero lo occidental no admite parangón con lo autóctono americano.
Tomemos por ejemplo que se aproxime más a la escala cultural de la América precolombina: en la era heroica del Mediterráneo Oriental, 1500 al 1000 A.C., Grecia e Israel son manifestaciones de una misma civilización, la que genera el Oriente Próximo a partir de Súmer, sin que ello se presenten caracteres comunes que permitan asociarlas a una unidad nacional. La Grecia pagana y la Caná bíblica, una europea y otra oriental florecen en los mismos siglos en el mismo ámbito mediterráneo, en comunicación recíproca y sujetas a la influencia, aún viva, del mundo cuneiforme que las precede, por lo cual la gesta helénica centrada en la guerra de Troya y el texto bíblico polarizado en la reconquista de la tierra prometida, muestran la herencia de la historia y la leyenda de Súmer. (4)
(4) Tanto la Biblia como los Cantos Homéricos muestran la herencia común de la Historia y la leyenda del mundo mesopotámico. Ver Cyrus Gordon, “Before the Bible”. J.I. Vasconcelos


Sin embargo, la Grecia de Agamenón, de Aquiles, de Elena y Odiseo, o el Israel de Éxodo, de David y Salomón, no se equivalen ni se justifican mutuamente, a pesar de ser facetas de una misma civilización. Tienen que transcurrir mil años, para que Grecia explique a Roma, y todavía mil años más para que el mensaje bíblico justifique a la Europa gótica. En ambos casos se trata de procesos de síntesis de carácter paneuropeo: el grecorromano y el cristiano, sin los cuales no hubiera habido jamás correspondencia entre culturas independientes que por milenios fueron facetas de una misma civilización.
En forma análoga, no puede hablarse de antecedencia mesoamericana para el México virreinal o el independiente, cuando se estaba tan lejos de una síntesis de los valores intelectuales en los ámbitos de la alta cultura americana. La simple correspondencia de las etapas evolutivas determina en gran medida la unidad formal de las manifestaciones plásticas, la coincidencia en las formas de gobierno, la semejanza en las técnicas artesanales, etc., factores impersonales que no nos permiten conciliar o resumir los genios nacionales de pueblos que difieren en raza, lengua y cultura.
Un proceso de síntesis pan-andino tenía poco de haberse iniciado en los Andes centrales, en el extraordinario ensayo del “Tihuantinsuyo”. Proceso que interrumpe la Conquista cuando empezaba a dar los primeros frutos.
En Mesoamérica, en cambio, no se había dado el primer paso hacia la síntesis universal de las culturas componentes. El poder azteca daba más la impresión de estar al borde del aborto que del parto de un primer fruto mesoamericano. Cuando el “Tihuantinsuyo” garantizaba la “Pax incaica”, el poder azteca imponía el “Bellum Aeternum” exigido por Huitzilopochtli y demás dioses mexicas o meshicas.
Para el inca la meta suprema del Estado era la providencia universal lograda a través de la reglamentación del trabajo del hombre y la utilización racional de los recursos naturales; ambas cosas planeadas a escala pan-andina.


Para los aztecas, el cometido primordial de su imperio era el de alimentar al sol con la sangre humana, valiéndose de una maquinaria religiosa creada para infundir terror y tergiversar la escala de valores espirituales, al dar sentido místico al canibalismo ritual, al desollar a las víctimas humanas para vestir sus pieles, al arrancar corazones palpitantes para ofrecerlos al dios sol, al ahogar, enterrar vivos o exponer a la intemperie y la muerte a decenas de niños y adultos, mes con mes, año con año, etc. Todo esto al ritmo ascendente que imponían los éxitos crecientes del “flamante imperio”. Extraño intento de síntesis a lo azteca, que se ve interrumpido en Mesoamérica misma bajo la dirección de Hernán Cortés, al tiempo que se consuma la Conquista.
Tomar a Cuauhtémoc y lo azteca como representativo de México y lo mexicano, es simplemente contrario a toda evidencia histórica. Si la cultura azteca no logró en su día sintetizar lo mesoamericano, menos puede simbolizar al México contemporáneo.
Por otra parte, negar que Hernán Cortés sea el escudo y el emblema del México naciente del siglo XVI, junto con Juan Diego, Doña Marina, el Obispo Juan de Zumárraga, Fray Pedro de Gante y los 12 primeros franciscanos, es cerrar los ojos a la Historia. A Hernán Cortés se debe la llegada de los evangelizadores franciscanos, la erección de la ciudad de México, la consolidación del Reino de la Nueva España, pero ante todo, es instrumento para que México adquiriera sus caracteres esenciales: su Catolicidad y su Hispanidad. Caracteres ante los cuales lo mucho o lo poco que sobreviva de lo indígena, queda relegado a la categoría de vehículo para expresar en forma “sui generis” esa catolicidad y esa hispanidad. Ni más ni menos.
En el sitio de la gran Tenochtitlán, el genio político y militar de Hernán Cortés logra por primera vez la cooperación universal del nativo en una empresa común: la destrucción del poder azteca.
Cabe entonces preguntarse, en esa acción militar, ¿Quiénes representaban a Mesoamérica? ¿Los aztecas, perdido ya su imperio, luchando por la supervivencia tribal, o la coalición de los pueblos mesoamericanos atacantes?

Cabe preguntarse igualmente, en términos de lo que es el México independiente, ¿En cuál de los bandos podemos identificar a los que nos representan indirectamente? ¿En el de los sitiados, que luchan porque no se den la circunstancias que permitan el nacimiento de México, o en el de los sitiadores que lo auspician? Aun cuando ni unos ni otros así lo entendían, salvo, claro está, Hernán Cortés, único que vislumbrara cómo de los escombros de Tenochtitlán surgiría no solo una nueva ciudad, sino un nuevo país, católico e hispánico.
De acuerdo con lo anterior, Cuauhtémoc es el símbolo perfecto de la lucha de lo azteca por lo azteca, no por Mesoamérica que se le opone, mucho menos, por México que aún no existía.
Descontando la oposición azteca, valerosa y resuelta, las demás castas  aristocráticas indígenas se alían al conquistador hispano, sin lo cual Cortés y sus capitanes no hubieran logrado subyugar a millones de nativos, a pesar de las armas de fuego, de los caballos y de la táctica europea para la lucha. La alianza con las fuerzas armadas indígenas dio solidaridad a la Conquista aún antes de que la Fe y cultura de Occidente le dieran estabilidad. (5)
(5) En el Perú, donde los indígenas se defendieron con mucho menor hidalguía que los aztecas, el bajo pueblo inca opuso una resistencia cerrada a los conquistadores y a su descendencia, la penetración de lo europeo fue menor y solamente circunscrita a las ciudades, sin afectar al campo, de allí que hasta la fecha no se haya logrado bien a bien, la castellanización de ese pueblo.  José Ignacio Vasconcelos Miranda.
Ante el trasfondo de nuestra historia,  no es Cuauhtémoc el héroe indígena que se inserta en la realidad social mexicana, son más bien: Xicoténcatl el viejo, y los otros tres senadores de la república de Tlaxcala. Debido a que Cuauhtémoc  se opuso al nacimiento de México, mientras que los senadores tlaxcaltecas cooperaron a que México fuera. Opuestas actitudes que han trascendido los siglos. Así los tlaxcaltecas contribuyeron posteriormente a poblar las regiones más apartadas de la Nueva España. 6)
(6) También un escuadrón tlaxcalteca acompañó a Pedro de Alvarado para intentar la conquista  del Ecuador. Y fueron numerosos los tlaxcaltecas que acompañaron a los exploradores españoles en la conquista  y viajes posteriores a las Islas Filipinas. Así como a la conquista del Nuevo México y del Colorado. Luis Ozden.


En cada una de las avanzadas de nuestra cultura hacia el norte de los Valles Centrales: En San Luis Potosí, Saltillo, Monterrey, Aguascalientes, Zacatecas, etc. se constituyó un barrio tlaxcalteca, pie veterano de la implantación de la Hispanidad. Testimonio fehaciente de la postura pro-castellana (léase pro-mexicana) de Xicoténcatl el viejo, Citlalpopoca, Mashicatzin, Tlehuexolotzin y otros señores tlaxcaltecas, quienes solicitaron el bautismo como señal inequívoca de su aceptación espontánea del cristianismo. Precisamente después de la huida y desbarato de la hueste castellano-tlaxcalteca de junio de 1520, los caciques tlaxcaltecas demostraron extrema actitud de lealtad a Hernán Cortés y a España, que su raza supo honrar.
Como contrapartida, en toda manifestación anticatólica y antiespañola del México contemporáneo por parte de los grupos minoritarios liberales campeones de ideologías exóticas, como los masones que acabaron por dominar el escenario político de nuestro siglo XIX, o de los ateo-socialistas monopolizadores del poder político en nuestro siglo XX, aflora el “aztequismo”, usurpando los valores nacionales a los que imprime un sentido sectario, demagógico, antimexicano. Reliquia de la actitud negativa de Cuauhtémoc y su raza, respecto a la Conquista y Cristianización de Mesoamérica.
Si recordamos con gratitud a los senadores tlaxcaltecas, cuanta mayor será nuestra devoción por la princesa chontal Malintzin, Doña Marina para los castellanos. Traicionada por su familia y vendida  como esclava a comerciantes mayas. Después de su bautismo, se convierte posteriormente en la valiosa “lengua” de Hernán Cortés,  y a la hora del triunfo de éste, en benefactora de parientes malhechores, a los que perdona y busca para proteger.
 A parte  de  María Santísima en su advocación guadalupana; ninguna otra figura femenina ha contribuido tanto a la consolidación de México.
JOSÉ IGNACIO VASCONCELOS MIRANDA.
Editó: Luis Ozden; luisozden@gmail.com; Blogs de Luis Ozden.
“Doctrina de la Hispanidad Americana”; José Ignacio Vasconcelos. México D.F. 2004.
Anotaciones de Luis Ozden.  2014.